«La princesa rusa»: vínculos rotos, el deseo de escribir y su idealización

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Una casa en la playa. La vista del mar desde una ventana. Un escritorio y una máquina de escribir. Parece ser la postal idílica de todo escritor. Pero, a veces, el deseo de escribir se encuentra con la imposibilidad y los propios fantasmas. Sobre estos ejes transita La Princesa Rusa, obra de dramaturgo Juan Ignacio Fernández con dirección de Julieta Abriola.

María vive en un hostal frente al mar que suele ser refugio de escritores que buscan la tranquilidad necesaria para trabajar en sus obras. La llegada de su hijo Francisco, quien vive en la ciudad, altera la situación. Trae consigo su nueva vida urbana y se encuentra con una infancia en la cual el sonido del mar era un rumor constante. Los recuerdos de lo que fue y la certeza de aquello que pudo haber sido se vislumbran rápidamente. Además, arriban con él su novia y su media hermana y allí se encontrará con un amigo de la infancia. Un encuentro familiar en un lugar apartado del bullicio de la gran ciudad provocará el resurgimiento de sentimientos que se creían olvidados.

Ese hostal funciona también como un lugar de paso, como una especie de no-lugar: los que viven allí quieren irse y los que llegan quieren quedarse. Un lugar mítico también que responde al imaginario colectivo acerca del trabajo de un escritor. ¿La estadía en un lugar de esas características alcanzará por sí sola para convocar la tan esperada (e idealizada) inspiración?

El deseo de convertirse en escritor y las aspiraciones artísticas podrían ser los temas centrales de La princesa rusa. Pero también sobrevuelan otras cuestiones, como por ejemplo la maternidad. Una madre que se aleja de los cánones establecidos sobre el deber ser y que no sabe ya cómo acercarse a su hijo. Aparece además la adolescencia y el despertar sexual. La princesa rusa es esa figura emblemática y misteriosa que, al tiempo que centró los deseos juveniles de dos de los personajes, se convirtió en la estampa idealizada de lo que es ser una escritora consagrada. Ella solía hospedarse en el hostal y llamaba la atención por su cabello rojo y su piel blanca, características que junto a un aura misteriosa la convertían en el centro de las miradas de los lugareños.

El texto de la obra está plagado de sutilezas y reconstruye tanto el pasado como el presente de los personajes con breves anécdotas que entrecruzan la nostalgia y el humor. Por su parte, la dirección de Abriola se vislumbra en el trabajo rítmico de los actores, en la precisión de las entradas y salidas y en los silencios que dicen mucho más. El elenco está conformado por Carolina Tejeda, Tina Sconochini, Tamara Belenky, Aldo Alessandrini, Jesús Catalino y Julián Marcove.

La princesa rusa es una obra sobre los vínculos rotos, sobre el deseo de escribir y la necesidad de ser leído, sobre las cosas no dichas y los secretos a voces, sobre las construcciones idealizadas de ciertas cosas de la vida y sobre los miedos que nos acechan incluso en esos territorios de mayor deseo.

Domingos, 21.30. Teatro del Pueblo, Lavalle 3636

 

 

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