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Tanto los discursos pedagógicos como los diseños curriculares están cargados de consignas sobre la educación como la emancipación. No falta dentro de los programas de ningún nivel de educación el propósito de formar sujetos críticos.

También durante la pandemia seguimos escuchando en las voces de maestros, directivos, pedagogos, políticos, filósofos,  que este tiempo nos tiene que servir para reflexionar,  para cambiar el “desorden establecido” decía  el pedagogo francés Philippe Meirieu en una de sus últimas entrevistas.

Sin embargo, los docentes como comunidad, ¿qué estamos diseñando para que nuestras propuestas impacten en la emancipación de los estudiantes desde el día en que crucemos el portón de la escuela y habitemos nuevamente los salones de clases?

Realmente parece increíble, cómo los docentes nos hemos adaptado en poco tiempo a cambiar la modalidad de enseñanza y seguimos educando desde casa; utilizando todos los medios posibles para llegar a cada uno de nuestros alumnos. Pero, en casi dos meses de aislamiento social obligatorio, ¿qué estamos haciendo profesores y maestros, para el día pos? ¿Qué estrategias vamos a implementar para que la reflexión se convierta en acción?

Se han tornado bastante corriente las quejas de muchos padres y madres en cuanto a la sobrecarga de  tareas enviadas por los colegios.

Hasta circulan mensajes de escuelas privadas que obligan al cumplimiento de las tareas bajo la amenaza de perder la escolaridad.

Entre esta línea de exigencia extrema se entrecruzan otras muy elocuentes: “Mientras otras mamis enseñan a leer, nosotros hacemos pelotas de barro. Mamá sin stress, familia feliz”, decía una madre en un hilo de Twitter.

Sin embargo, uno de los comentarios de un grupo de WhatsApp me interpeló profundamente: ¿Es tan grave que no tengan clases por dos o tres meses en un ciclo de escolarización de 14 años?

Ante este interrogante me persigue otro mucho más profundo: ¿qué se aprende en catorce años de escolarización que da igual si se pierden unos meses? Algunas teorías curriculares responderían que la escuela reproduce las desigualdades de clases y, por lo tanto la escuela fabrica sujetos a partir de un disciplinamiento que responde a las necesidades de los distintos sectores sociales. Los teóricos de la reproducción dirán que en la escuela se aprenden rituales que reproducen un cierto habitus cultural.  Sin dudas en catorce años de escuela algo que se aprende muy bien es la gramática escolar, ese conjunto de reglas, estructuras y rituales que organizan la labor cotidiana en las escuelas. Esta institución educativa nos enseñó a levantar la mano para pedir la palabra, a formarnos en fila para ingresar al aula, a escuchar a nuestros compañeros y docentes cuando están hablando. También la escuela enseña otros contenidos valiosos: promueve la concentración ante un mundo en que la multitarea es la regla; es un espacio para entrenar la espera ante un mundo de lo instantáneo; la escuela es el lugar de lo común ante el desquicio de la desigualdad del mercado, y esto no es poco en un sistema que promueve el individualismo como modo de vida.

Pero aún está lejos de promover acciones de emancipación, de formación de sujetos críticos, de animar a sus estudiantes a que usen sus voces para hacer oír sus ideas, o den su opinión para resolver problemas relevantes, y gran parte de este problema es intrínsecamente una cuestión curricular.

Seguimos diseñando propuestas curriculures centradas en el contenido disciplinar particionado, y tal como plantea  Edgar Morin la complejidad del mundo no puede ser reducida al análisis de sus partes.  La formación de sujetos críticos requiere el entrenamiento de habilidades de participación, espacios en donde puedan ensayar esas habilidades críticas. Los contenidos disciplinares  pueden imbricarse en propuestas de emancipación, pero es necesario invertir la lógica, bajo la premisa de que cada contenido pueda liberarnos de la tutela del sentido común si potencia la construcción del sentido crítico.

Los grandes relatos que sostuvieron los modos de conocer de la modernidad se encuentran en crisis, las parcelas de conocimiento que se dibujan en los diseños curriculares dan sustentos a un saber inconexo, fragmentado que resultan del todo insuficiente para dar respuesta a formación de sujetos que piensen reflexivamente problemas reales de su contexto próximo. Es imperioso que los niños y niñas entiendan por qué están aprendiendo tal o cual cosa, y que dejen de responder a las tareas de modo sistemático.

Un conocimiento emancipador, cambia el modo en que vemos el mundo al momento de pisar la calle, nos muestra la realidad de otra manera, no después de 14 años de escolaridad, sino cada día después de clase.

Desde el retorno a la democracia en los discursos educativos nunca faltan las palabras que proclaman a la educación como un proceso destinado a la liberación y el desarrollo de la conciencia crítica. Libertad, igualdad y emancipación,  no puede quedar en las palabras que decoran una lámina, tienen que transformarse en el ejercicio de cada día.

Si parte de la gramática escolar nos enseñó a comportarnos como alumnos y eso aprendimos a lo largo de catorce años, es momento de que los rituales de la escuela, esa gramática escolar que transitamos a lo largo de 13 o 14 años de escolaridad obligatoria se transformen en propuestas de emancipación.  Una de las videoconferencias más vistas en estos días fue la del italiano Francesco Tonucci, este pedagogo que defiende la voz de los niños. Para que sus palabras no caigan en saco roto es momento de empezar ahora mismo.

Tenemos una oportunidad única como comunidad docente para comunicarnos y capacitarnos, no tenemos dónde ir pero podemos conectarnos. ¿Por qué no invertir juntos al menos una vez por semana del largo camino de la pandemia para planificar las acciones que vamos a poner en marcha desde el  primer día que pisemos el aula? Hagamos del lema un hecho, y le habremos sacado ventaja al encierro.

Empecemos por replantearnos la forma de tomar las decisiones en las escuelas, y diseñemos otras formas de organización. Por ejemplo asambleas en donde los niños y las niñas tomen la palabra, sesiones de mediación para resolver conflictos vinculares. Incorporemos  prácticas de desarrollo sustentable que atraviesen los contenidos curriculares y que generen herramientas de autonomía para la subsistencia,  pero no simplemente como un contenido más, sino como parte de las experiencias diarias de nuestro tránsito por la educación formal.

Estos aprendizajes trascienden el hecho escolar, porque los argentinos necesitamos ejercer la autonomía  para atrevernos a pensar por nosotros mismos un nosotros, sin importar modelos ni robustecer las dependencias. Nuestra soberanía nacional no alcanza con recordar el estribillo de nuestro himno nacional, y como  afirma el educador Paulo Freire, “la educación sola no cambia la sociedad. Pero, tampoco sin ella la sociedad cambia”

Cuando volvamos a las aulas que no se nos ocurra querer “recuperar el tiempo perdido” incorporando a martillazos los temas no trabajamos durante la pandemia. Seguramente hay temas muy valiosos en por abordar, pero no  transformemos nuestra profesión de artesanos en meros funcionarios que corren detrás de un programa.

Para implementar reformas genuinas y posibles necesitamos unir las voces horizontales de los docentes que hacen la escuela, reconociendo las estructuras que condicionan el tiempo, el espacio y la rutina escolar, para lograr infiltrarse en las grietas que van ajando la escuela tradicional.

¿Por qué? Porque posiblemente después de catorce años de escolarización es difícil que recordemos las miles de preguntas fácticas de los cuestionarios que quedaron registrados en los cuadernos de clases, pero seguramente recordemos la gramática escolar.

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