Transcurren los días, idénticos, inmutables, extensos. Desfilan las estaciones, las calles se cubren de hojas, el invierno deja paso a la primavera, el bochorno del verano hace las tardes eternas, y Rosita espera. Así, pasan quince años. Pasan diez años más, y Rosita espera. En la ciudad construyen nuevos edificios y se hacen nuevas canciones. Los niños crecen, Rosita espera. El tiempo, inmune a su ilusión, transcurre en un sopor denso pero Rosita espera. Se aferra a la esperanza de un futuro, sin dudas, promisorio y espera. Eleva una fidelidad a prueba de todo y la convierte en su armadura. Mientras, Rosita espera, aguarda, tejiendo sueños que quedarán truncos.
¿Cuánto se puede esperar por un amor? ¿Qué es la soledad? ¿Cuál es el destino de las mujeres que no se casan? ¿Cuánto puede durar la ilusión? ¿Hasta cuándo hay que mantener las apariencias? ¿La decencia de una mujer vale más que su propia vida? Estos son algunos de los interrogantes que nos deja Federico García Lorca en “Doña Rosita, la soltera”, obra que transcurre en un pueblo de Granada hacia fines del siglo XIX y principios del XX, donde la soltería se convertía en el gran fantasma de unas mujeres que estaban atadas desde pequeñas a un único destino posible.
Rosita, criada desde pequeña por sus tíos, está de novia con su primo, quien le anuncia que debe partir hacia América. Él le jura que volverá pero el tiempo pasa y tan sólo llegan cartas con promesas que jamás se cumplirán. Rosita, aferrada a esa ilusión, pasa su vida esperando mientras ve los cambios en la sociedad y en los lugares que frecuenta, ve que sus amigas se casan. Ve pasar el tiempo como si se tratara de una película ajena, en silencio, callando lo que la quema por dentro, manteniendo la ficción de un novio amoroso, con la esperanza como única salida, viviendo sin vivir, encerrada en las cuatro paredes de la casa, erigiendo una fidelidad que la protege de los comentarios sarcásticos de la gente del pueblo, despertándose cada mañana con la ilusión de que ese día traerá el tan ansiado regreso, bordando un ajuar que nunca utilizará, por el cual su tío hipotecó la casa.
El tío es florista y siempre le contó la historia de la rosa mutábilis, flor que tan solo vive un día, que nace roja como la sangre, tan roja que el rocío teme tocarla, para ir mutando al coral hacia el mediodía y finalmente al blanco, cuando se deshoja. Esta flor es la metáfora de la vida de Rosita, quien comienza la obra llena de vitalidad y alegría y, a medida que pasa el tiempo, la amargura borra su frescura y tiñe su rostro de un rictus severo. Así como la rosa mutábilis sólo vive un día, la vida de Rosita está suspendida en un presente perpetuo, eterno, donde no hay futuro. Un futuro que sólo es posible en el plano de lo imaginario.
Y el tiempo es, justamente, el otro gran protagonista de la obra. El tiempo que todo lo cubre, que deja su huella sobre los cuerpos y sobre las cosas. El tiempo que transcurre y que acecha a cada paso porque, a diferencia del tiempo cíclico de la naturaleza, el tiempo humano avanza irremediablemente hacia el final. Y la vida se le va a Rosita en ese tiempo, se le van las ilusiones, se le va la esperanza y ya no queda nada: tan sólo el vacío, el frío que la encuentra cada noche en su cama, la quemazón de lo que acalló, la angustia que le dibuja un ceño amargo en un rostro que otrora supo ser fresco y jovial.
En la puesta del director Hugo Urquijo, Doña Rosita es interpretada por Virginia Innocenti, quien logra llevar al personaje por los diferentes momentos que atraviesa para emocionar al espectador hacia el final de la obra. Logra ingresar en las profundidades del personaje para mostrar sus contradicciones y sus miedos y sorprende en la escena final, cuando su personaje, por fin, decide hablar. Rita Cortese, magistral como siempre, es el Ama, la criada de la casa, a través de cuya boca habla el folklore popular. Es el personaje que recibe las confidencias de la familia y la que los acompañó durante toda la vida. Los tíos, Graciela Dufau y Arturo Bonín, logran ese vínculo característico de aquellos matrimonios que ya perdieron la cuenta de los años que pasaron juntos. La escenografía, la iluminación y la orquesta en vivo, sumado a la presencia de personajes como las Solteronas y las Manolas, nos transportan al clima de la España de principios del Siglo XX, donde las mujeres crecían preparándose para el matrimonio y la maternidad. Mujeres que esperaban en la reja de la ventana, ataviadas con sus mejores vestidos, a aquel que las liberaría del estigma de la soltería. Como si el matrimonio brindara un sentido de pertenencia, las solteras eran esas mujeres sin hombre, mujeres sin más vida que ver transcurrir el tiempo, un tiempo que se les escurría entre manos temblorosas.
Ficha técnica
Rosita: Virginia Innocenti
Criada: Rita Cortese
Tía: Graciela Dufau
Tío: Arturo Bonín
y elenco
Músicos: Nélida Favero, María Eugenia Castro y Yamila Bavio
Directora asistente Graciela Dufau
Diseño de sonido Leo Leverone
Asesoramiento coreográfico Cecilia Elías
Dirección vocal: Marcelo Macri
Música original y dirección musical Alberto Favero
Iluminación Eli Sirlin
Escenografía y vestuario Eugenio Zanetti
Dirección Hugo Urquijo