Por Daniel Sinopoli, director a cargo de la Facultad de Ciencias de la Salud de UADE.
Primer día de clases en la universidad. El profesor llega al aula después de esquivar personas en pasillos y escaleras. Qué postal rara después de estos interminables meses de encierro y distanciamiento. Están todos allí, con una notable actitud de interés. Se renovaron las expectativas, alimentadas por la vuelta a los espacios comunes y la interacción directa con los demás, a la cafetería, a esa singular camaradería que se puede cimentar en el aula.
¿Qué esperan de él sus alumnos? Tan solo con mirarlo de un modo especial, hacerle saber cuándo su nivel de profundidad los excede. Mientras tanto, el profesor se tienta, como en cada uno de los primeros días de clase de su carrera docente, y supone ingenuamente (porque en rigor no es lo que cree) que todos sus estudiantes entenderán al mismo tiempo y de manera provechosa los conocimientos y recomendaciones que imparta.
Transcurre la clase. Establece contacto con el grupo, dirige su mirada secuencialmente a cada persona y trata de disfrutarlo: con las videollamadas, pasó demasiado tiempo hablándole solo a fotos en su PC. Pero tiende involuntariamente a focalizar la atención en los que muestran más interés por sus palabras y pensamientos. Se apoya visualmente, da ejemplos, interpela a los que responden o a los que intentan hacerlo.
Sin embargo, él sabe que los buenos profesores no dejan fuera de su observación y capacidad de concitar la atención a ninguno de sus alumnos, porque eso puede tener como efecto un retraso en el avance sobre los contenidos de la materia. Y sabe también que es un objetivo pendiente en educación paliar la irregularidad con que se realiza el seguimiento, sobre todo de los casos más críticos, por falta de tiempo, recursos o experiencia para esta tarea.
Piensa en María Montessori, uno de sus referentes. Desde siempre, el profesor se empeña en considerar las recomendaciones de la gran pedagoga italiana. Al fin y al cabo, entre estos chicos que cursan materias de primer año de la universidad y los que están cerca de terminar el secundario se advierten algunos rasgos comunes. Por eso celebra la posibilidad de que sean más autónomos y creativos. Pero en la medida de lo posible abre el juego de la clase para integrar a todos y para que contribuyan libremente al desarrollo de los temas. Los alienta. Y los observa con atención: la didáctica a distancia con que hicieron el último tramo de la escuela debilitó su autonomía y su responsabilidad.
En la época en que las grandes corporaciones digitales sueñan con dar pronto forma al nuevo mundo digital, los estudiantes volvieron a las clases presenciales después de casi dos años. Y toda vez que estén a punto de caer en viejas inercias, el profesor tendrá presente la necesidad de aplicar metodologías ágiles, y hacer preguntas y repreguntas que profundicen la comprensión. Pero, sobre todo, capitalizará las enormes posibilidades que brinda su presencia real en el aula. Se desplazará estratégicamente y hará la tarea del prestidigitador que mantiene en movimiento los platos, para que no pierdan velocidad. En ocasiones fijará la mirada en alguien o en un grupo, y dará unos pasos hacia el lugar donde esas personas se encuentran, para reforzar la significación del mensaje. O hablará desde el fondo para compartir equitativamente con el grupo la vista de lo que se presenta en el frente. Y sabe que mediante esos recursos superará la mera conexión con el intelecto de los estudiantes: excitará sus emociones, energizará su voluntad y les comunicará personalmente, aún sin decirlo en forma explícita, que su objetivo principal es que sean mejores y se promuevan.