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Silencios, gestos, complicidad. Una palabra, una caricia, una mirada. Detrás de un ambiente hostil y sucio, en una atmósfera oscura y solitaria, se teje una historia, una historia de amor. Se construye mientras el ruido ensordecedor de un tren que pasa a pocos metros parece cubrirlo todo. Se despliega en los detalles de una convivencia tal vez forzada. Va creciendo en el interior de cada uno hasta que ya no pueden ignorar aquello que les pasa.

En un baño de estación devenido en hogar, Rulo y el Rengo conviven y comparten sus desgracias. Ambos trabajan en el tren vendiendo pañuelos o alfajores, rebuscándoselas para pasar algunos buenos momentos gracias a la ayuda del alcohol que los hace olvidar sus pesares, al menos por breves instantes. En esa convivencia crece el amor entre ellos, un amor que no pueden vivir en libertad, no sólo por la discriminación del afuera sino por la que sufrirían por parte de sus propios pares. En un contexto donde predomina el machismo, los prejuicios y la violencia, no hay lugar para el amor entre dos varones. “Somos pobres y los pobres no se la comen”, sentencia Rulo. Y en esa frase, que ocasionó más de una risa en el público, se condensa una realidad. Portan el doble estigma de ser pobres y ser gay. Están subordinados socialmente por su clase social y, además, por una elección que va en contra de la heteronorma.

Es que las cosas son de una manera o de otra, acá no hay lugar para los grises ni las medias tintas. El dueño del depósito donde compra la mercadería Rulo le aumentó el precio porque él se atrevió a mirarle a la hija. El Rengo cumple años y hay que festejar levantándose minas en algún boliche. Y además hay que comer, hay que juntar la plata para pagar el alquiler porque, de lo contrario, perderán lo poco que tienen, perderán ese hogar que fueron construyendo poco a poco.

Con un lenguaje duro y real, la obra logra meterse en un mundo hostil, donde la violencia es moneda corriente. Una violencia que también está en la palabra, en una mirada despectiva, en un gesto altivo. Una violencia que se palpa, se respira y se presiente. La pieza nos muestra el otro lado de aquello que nos rodea cada vez que caminamos por la calle. Visibiliza, sin condescendencias, lo que no podemos o no queremos ver, lo que nos interpela cada día y preferimos correr la mirada. Porque precisamente Rulo y el Rengo son aquellos a los que miramos sin ver, a los que oímos sin escuchar, a los que ignoramos porque nos incomodan.

Una obra dura, densa, con actuaciones que merecen ser reconocidas, fundamentalmente el trabajo de Anibal Brito (Rengo), quien sostiene una incómoda postura corporal durante toda la obra con total naturalidad. Su actuación es precisa, no hace falta más, toda la carga está en su mirada. Una mirada profunda y triste que deja entrever la oscuridad que lo acecha. Hay que reconocer también la labor de Luciano Rojas (Rulo), quien se apropia del discurso y no lo vuelve caricatura, hace suyo al personaje y transita por diferentes momentos que van desde lo bizarro hasta lo más tierno. Completan el elenco Paula la Sala (Nati), Alejandro Robles (Chato) y Alejandra Martínez (Chancha).

¿Qué es la intimidad? Es una de las preguntas que nos deja la obra. En ese baño convertido en habitación, donde el sonido del tren es ensordecedor, hay intimidad, hay costumbres y rituales compartidos, hay miradas que se encuentran y silencios elocuentes. Y en esa intimidad se descubren dos personas que comparten su soledad y sus sueños: el sueño de salir de ahí, de un hogar propio, de un trabajo formal, el sueño, en fin, de vivir sin tapujos ni miedos. Y parecería que está ahí cerca, al alcance de la mano, allí: donde terminan los rieles.

Ficha técnica:

Autoría: Tato Cayón

Rengo: Aníbal Brito

Rulo: Luciano Rojas

Natalia: Paula La Sala,

Chancha: Alejandra Martínez

Chato: Alejandro Robles

Vestuario: Celina Barbieri, Guadalupe Sobral

Fotografía: Laura Gattinoni

Diseño gráfico: Federico Lagreze

Asistencia de dirección: Fabian Caero

Dirección: Tato Cayón

 

 

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