“Los ojos del perro siberiano” ya está considerado un clásico de la literatura juvenil. Escrito a fines de la década del noventa, puso en escena un tema sobre el cual hasta ese momento se hablaba poco y menos aún en el campo de los libros para adolescentes. Narra la historia de un chico que está a punto de ingresar a la escuela secundaria, cuyo hermano mayor se fue de la casa familiar hace varios años luego de una terrible pelea con sus padres, después de la cual cortaron todo vínculo ¿Por qué esta distancia? ¿A qué se debe el enojo tan marcado que exhiben tanto la mamá como el papá? Desconfiando de esta rara situación, el protagonista empieza a sentir la necesidad de retomar el vínculo con su hermano, de quien tiene pocos recuerdos. Así, un día se le presentará en la casa y paulatinamente irán construyendo esa relación.
Entre caminatas, charlas sobre música y tardes en el departamento de Ezequiel, el hermano mayor, ambos descubrirán que no se conocen. Ezequiel tiene Sida y pocas esperanzas de vida en una época en que todavía casi no se hablaba sobre la enfermedad. Ante esto, los padres eligen el silencio y la distancia. Evidentemente hay cosas de las que es mejor no hablar. El dolor y la incertidumbre ante aquello que no se puede nombrar parece ser más fuerte. Ezequiel necesita compañía y la encontrará en su hermano menor, quien estará a su lado hasta los últimos días junto con Sacha, su perro, en cuya mirada Ezequiel puede verse tal como es. En sus palabras: “Uno de los motivos por los que quiero tanto a este perro es por sus ojos. Desde que estoy enfermo la gente me mira de distintas maneras. En los ojos de algunos veo temor, en los otros intolerancia (…) Los únicos ojos que me miran igual, en los únicos ojos que me veo como soy, no importa si estoy sano o enfermo, es en los ojos de mi perro.”
¿Cómo narrar la enfermedad y la muerte en un libro para adolescentes? No es tarea sencilla pero la prosa de Santa Ana lo hace sin eufemismos y con mucha poética. Inevitable no emocionarse con las últimas páginas. La inminencia de la muerte parece darle a Ezequiel tanto la lucidez necesaria para comprender muchas situaciones de la vida que se nos escapan en la vorágine del día a día como la voluntad de disfrutar el presente. “Ninguna enfermedad te enseña a morir. Te enseña a vivir. A amar la vida con toda la fuerza que tengas”, dice Ezequiel en un hermoso pasaje del libro. Por su parte, ese hermano menor deberá enfrentarse a la experiencia de la pérdida de un ser tan cercano con tan solo trece años. Si hay situaciones donde crecemos de golpe son esas. Pero, lejos de enojarse con la vida, el protagonista tiene la entereza y la fuerza necesarias para acompañar a quien más lo necesita en ese momento.
Ambos hermanos se encuentran en una relación nueva y se descubren mutuamente como sujetos. Compartirán los sueños, los miedos, los deseos, los anhelos. Pero la enfermedad no les da el tiempo suficiente. Los años en que permanecieron distanciados ya no podrán recuperarse. Cuando profundizan el vínculo es cuando la muerte les arrebata la posibilidad de seguir construyendo juntos esa hermandad. Sin embargo, el breve paso de Ezequiel por su vida, será muy significativo para el protagonista y dejará huellas imborrables.
“Bajo el cielo del sur” narra el regreso del protagonista a una Buenos Aires muy distinta a la que dejó años atrás. Si en el pasado la muerte de Ezequiel le develó el desamor de su propia familia y la imposibilidad de una verdadera comunicación con sus padres, ahora la muerte de su abuela parece dejarlo un poco más solo. Sin embargo, tiene una promesa que cumplir y una tarea que llevar a cabo: cuidar de Sacha, ese perro en cuyos ojos Ezequiel pudo mirarse hasta el final y desarmar el departamento de su abuela. Lejos de aquel adolescente, ahora convertido en un hombre adulto deberá hacerse cargo de algunas cuestiones que quedaron en el tintero, entre ellas, el reencuentro con ese amigo entrañable de su infancia, quien no supo qué hacer ante la noticia de la enfermedad y desapareció de su vida. El perdón será liberador.
En esta entrega, el protagonista pasa sus días en Buenos Aires redescubriendo la ciudad mientras intercala referencias a la Illíada, a Dashiell Hammett, a Rimbaud, al mito de Perseo y a Sartre. Recorre las mismas calles que antes caminó con su hermano buscando encontrarlo en alguna esquina pero sólo encontrará recuerdos borrosos y preguntas sin respuestas.
Instalado en el departamento que fue de su abuela, cada objeto será un recuerdo de la infancia. Libros, cuadros, vajilla, fotografías, instrumentos musicales descubrirán una memoria a flor de piel.
Difícil enfrentarse a los fantasmas que había creído dejar atrás. El pasado que siempre vuelve ante cada objeto visto, ante cada olor percibido. Pero no todo es dolor y podrá volver a disfrutar de actividades que hacía de niño, como mirar las estrellas con un telescopio que le habían regalado y que su abuela aún conservaba. Pero las estrellas no son las mismas en el cielo del norte que en el cielo del sur. Si en el norte se sintió liberado de contar su historia, acá el sur lo enfrenta a ese niño que no quería contar su dolor para no sentirse vulnerable. El silencio aparece como un lugar donde esconderse.
Con una prosa cargada de nostalgia y de poesía, el narrador de “Bajo el cielo del sur” encuentra en las palabras la posibilidad de juntar sus fragmentos y en la lectura el espejo para conocerse mejor. Podrá así encontrarse consigo mismo desde un lugar distinto, cargado de una fuerza desconocida para él porque el dolor puede convertirse en un grito que atraviese el mundo. La construcción de su identidad aparece como el resultado de todo lo vivido en conjunto con lo que pudo hacer: “Estamos hechos por todos los que nos quisieron, los que dejamos de querer. De los momentos de alegría y de los momentos de desdicha. De los de placer y de los de inquietud. De los que nos hirieron, de los que nos curaron. De las canciones que nos emocionaron, de las calles que caminamos y las que no”