Hamlet en el Teatro San Martín. Un clásico en una puesta de lujo

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Hamlet es una de esas obras de las cuales todos saben algo, o creen saber. Basta la sola mención del título para que alguien diga algo al respecto. Y esa es una de las cosas que suceden con los clásicos. Permanecen en el inconsciente colectivo, forman parte del imaginario social y atraviesan épocas. Pero eso, lejos de constituir una facilidad, puede complejizar su puesta en escena. A veces esas imágenes y opiniones pueden estar muy arraigadas socialmente. Otras, resultan de lecturas erróneas del material o de la naturalización de ciertos significados.

La puesta de Rubén Szuchmacher en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín parte del conocimiento de esa situación y lo enuncia en su programa. Hay un equívoco, cuenta, entre el conocido monólogo de Hamlet que comienza con el famoso “ser o no ser” y una escena del quinto acto donde el protagonista conversa con un sepulturero y toma una calavera. Sumado a eso, debe intentar dialogar con la amplitud del público que acude al Complejo Teatral de Buenos Aires. Con todo esto a cuestas, el Hamlet de Szuchmacher es una obra muy bien lograda, con destacadas actuaciones como la de Joaquín Furriel y Claudio Da Passano, que construye a un entrañable Polonio.

Hamlet es la obra más extensa de Shakespeare y una de las más representadas internacionalmente. La adaptación del propio Szuchmacher y Lautaro Vilo mantiene la extensión del texto y resulta absolutamente actual con muchos pasajes que funcionan como guiños al contexto, al tiempo que le quita cierta pompa característica del teatro clásico. Elige trasladar la acción a la década del 20 del siglo pasado, lo que hace que la obra resulte más cercana al público, alejándola de aquellas ideas que imaginan un Hamlet renacentista. Así, la puesta hace dialogar ese texto escrito en los albores del siglo XVII con este presente tan distinto.

¿A qué se debe la vigencia de Hamlet? Texto publicado en 1603, atravesó la Modernidad y la Posmodernidad. Aquel proceso sociohistórico en que la razón, el orden y la Ilustración se erigían como aquello que llevaría a los hombres al progreso es seguido por una época donde reina el descentramiento de los saberes y la caída en la confianza de los grandes relatos. Sin embargo, parece haber ciertas cuestiones que atraviesan lo humano independientemente de las épocas y contextos. Hamlet es un personaje atravesado por el dolor pero también por la necesidad de hacer justicia, lo que lo lleva a la venganza. Pero el conflicto de Hamlet es fundamentalmente existencial y sus monólogos hablan de cuestiones tan particulares como universales. La incertidumbre respecto a lo que sucede luego de la muerte que vuelve cobardes a los hombres y los hace soportar los males de la vida diaria: “Si pudiésemos estar absolutamente seguros de que un certero golpe de daga terminaría con todo, ¿quién soportaría los azotes y desdenes del mundo, la injusticia de los opresores, los desprecios del arrogante, el dolor del amor no correspondido, la desidia de la justicia, la insolencia de los ministros, y los palos inmerecidamente recibidos?”, se pregunta en la cuarta escena del tercer acto. Así también aparecen el engaño y la mentira, la frialdad que atraviesa hasta los vínculos más íntimos, el poder y sus vericuetos, la justicia, la ambición y los límites que pueden cruzar los seres humanos en situaciones extremas. Al mismo tiempo, Hamlet parece tener un doble rol a lo largo del desarrollo de la trama. Por un lado, sufre en carne propia la tragedia pero, por otro, se coloca en una posición externa a lo que sucede y desde allí reflexiona sobre los hechos y los vínculos.

Primera escena. Luis Ziembrowski, Claudio Da Passano, Germán Rodríguez, Belén Blanco, Eugenia Alonso y Joaquín Furriel, entre otros.

Hamlet es también una obra metadiscursiva, pone en escena el montaje de una obra de teatro, herramienta con la que el protagonista piensa desenmascarar al culpable del asesinato de su padre. Ahí, a través del mecanismo de la representación, está la capacidad del teatro de interpelar a los espectadores, de mostrarles aquello que no quieren o no pueden ver, de despertar inquietudes. Dice en la escena 11 del acto 2: “En cierta ocasión oí decir que durante una representación teatral, unos hombres, conmovidos por sentimientos expresados con gran arte en escena, sintieron tales remordimientos que allí mismo confesaron públicamente sus crímenes.”

Además, reflexiona sobre el propio proceso de interpretación y la potencialidad del trabajo actoral. En esa misma escena plantea: “¿No es increíble que ese actor, fingiendo una emoción, con pasión imaginada, ponga tanta alma y vida en su ejecución que su rostro palidezca, se le salten las lágrimas, su expresión refleje inmenso dolor, la voz se le estrangule y su figura toda se amolde tan perfectamente al papel? Y todo ello… sin motivo alguno. (…) ¿Qué no haría este actor si tuviese la razón y el motivo que yo tengo para dejarse llevar por la emoción? Anegaría el tablado con su llanto y escandalizaría los oídos del público con un discurso que causaría horror y admiración: el culpable enloquecería de remordimiento, el inocente se espantaría y el ignorante quedaría atónito.” Incluso, el pasaje donde Hamlet habla con los actores puede considerarse una clase de actuación. Teatro dentro del teatro, la obra pone en escena que se trata precisamente de una representación y eso le brinda más potencia aún. El contrato de lectura no se quiebra nunca y el espectador no sólo se siente interesado o emocionado por lo que sucede sino también interpelado porque, más allá del contexto en que la obra fue escrita, pone en escena los mecanismos del poder propios de las sociedades capitalistas, que aún nos atraviesan.

Como planteó Foucault, el poder no se tiene sino que se ejerce. La trama y las intrigas de Hamlet están atravesadas por relaciones de poder que no se agotan en el vínculo entre el rey y sus súbditos sino que, por el contrario, circulan entre todos los personajes. Micropoderes que estructuran hasta los vínculos más cercanos, como el de una madre con su hijo. Aparece entonces la familia como un espacio donde también circula el poder. Toda una microfísica del poder que además implica el mayor o menor conocimiento de las situaciones por parte de los personajes. Mientras Hamlet sabe que el asesino de su padre es su tío, éste no sabe que Hamlet lo sabe y Gertudris, madre y esposa, parece ignorar todo. Y esas relaciones de poder se plasman en un texto que no da respiro. Precisamente la lucha principal por el poder se da en el discurso, en la trama de sentidos que se disputan. Si el saber es una herramienta del poder, Shakespeare lo lleva acá hasta las últimas consecuencias.

Esta es la cuarta obra de Shakespeare que dirige Szuchmacher. En 1988 dirigió Sueño de una noche de verano, en 2009 Rey Lear con el protagónico de Alfredo Alcón. Años más tarde, en 2012, dirigió Enrique IV, segunda parte, invitado por The Globe Theatre de Londres. Una trayectoria importante lo avala. Estamos entonces ante uno de los textos teatrales más famosos de occidente, con la dirección de un reconocido artista en la sala principal del Teatro San Martín y con un elenco de lujo. Sin dudas, una puesta que merece ser vista.

Funciones de miércoles a domingos a las 20.

Elenco: Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Belén Blanco, Marcelo Subiotto, Claudio Da Passano, Eugenia Alonso, Agustín Rittano, Germán Rodríguez, Mauricio Minetti, Pablo Palavecino, Agustín Vásquez, Lalo Rotavería, Marcos Ferrante, Fernando Sayago, Nicolás Balcone y Francisco Benvenuti.
Traducción: Lautaro Vilo
Adaptación: Lautaro Vilo y Rubén Szuchmacher
Música: Matías Corno.
Asistencia de escenografía y vestuario: Luciana Uzal,
Asistencia artística: Pehuén Gutiérrez,
Maestro de esgrima: Andrés D’Adamo
Música original, dirección musical y diseño sonoro: Bárbara Togander
Iluminación: Gonzalo Córdova
Escenografía y vestuario: Jorge Ferrari
Dirección: Rubén Szuchmacher

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