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Hay obras que emocionan, hay textos que quedan resonando, hay actuaciones que nos atraviesan. Y hay veces en las cuales todo esto se junta en una sola obra. Tibio, la última creación del dramaturgo Mariano Saba, logra todo eso y más.

La historia de la obra es sencilla pero contundente e inevitablemente nos interpela como sujetos y como sociedad. Un profesor de literatura española de cuarto año se ve ante la encrucijada de hablar o callar durante un contexto donde esa diferencia podía significar la muerte o la desaparición. ¿Qué hacer ante la censura impuesta por el Estado? ¿Cómo sortearla? ¿Qué decir sobre la denominada “realidad”? ¿Cuál es el rol de la literatura en esos contextos? ¿Y de la docencia? Precisamente, uno de sus alumnos lo pondrá en jaque a partir de discusiones sobre la relación entre la narrativa y la coyuntura, situación que lo lleva a cuestionarse su rol docente y que, al mismo tiempo, activa el control de las autoridades escolares.

No es necesario nombrar a la dictadura. Basta una fecha escrita sobre el pizarrón para contextualizar. El horror no está descripto con la sangre que lo caracterizó, pero alcanzan algunas frases y situaciones: un estudiante que falta a clase y del cual no se sabe nada, una abuela que lo busca, un profesor que no puede hacer nada para justificar esas inasistencias. El texto de la obra inserta al espectador en ese mundo atroz, tan cercano y tan lejano a la vez, con una economía de recursos. Al mismo tiempo, va develando poco a poco, como las capas de una cebolla, la historia personal y familiar del protagonista interpretado por Horacio Roca. Esa dramaturgia compleja, repleta de ideas y de reflexiones, toma cuerpo en el trabajo actoral porque allí los conceptos se hacen carne, duelen, lastiman y angustian. Una actuación llena de sutiles matices que muestra lo más humano: el miedo, la tristeza, el rencor con uno mismo, los reproches, la imposibilidad de animarse, el paso del tiempo. Todo esto puede verse y escucharse en la figura de Roca como el profesor Joaquín Rodríguez Jannsen.

Todos los elementos de la escena nos llevan a la escuela que todos conocemos. El pizarrón, las tizas gastadas, el rumor de las hojas de carpeta, el escritorio antiguo, los libros. Con todos estos objetos dialoga la actuación de Roca, se los apropia y además logra mostrar las contradicciones propias del discurso en una situación de clase.

Horacio Roca, como el profesor Joaquín Rodríguez Jannsen.

¿Es un tibio, tal como dice él mismo, o lo que hizo es todo lo que pudo? ¿Esa tibieza lo convertirá en cómplice del horror? ¿Se animará a hablar y sentar posición o esa posibilidad es solo un mero sueño? ¿Podrá vencer el miedo que lo carcome cada noche? Comenzará en el profesor un debate íntimo sobre el vínculo entre la literatura y la realidad y sobre él mismo como docente y como hombre.

Horacio Roca construye un personaje contradictorio. Entrañable por momentos, presa de su propia soledad, refugiado en la literatura, opaco, ¿cobarde? Su actuación, plagada de matices, recorre distintos estados hasta llegar al momento cúlmine donde verá que todo sigue igual. En su cuerpo habitan todos los otros personajes con los que dialoga porque cada uno permanece dentro de este hombre gris. La escenografía y la iluminación están al servicio de una actuación que se lleva todos los aplausos.

Horacio Roca, como el profesor Joaquín Rodríguez Jannsen.

Tibio pone en escena el dilema de una docencia ejercida en contextos de represión donde la diferencia entre omitir y hablar se traduce en la diferencia entre la vida y la muerte. Al mismo tiempo, cuestiona el manto de aparente neutralidad que cubre ciertas materias escolares. ¿Se puede enseñar literatura o incluso cualquier otra asignatura borrando los contextos, tanto el de producción como el de transmisión? ¿Es la literatura un objeto cuasi sagrado que no puede cuestionarse? ¿El silencio que produce el terror puede convertirnos en cómplices? Muchas preguntas más son las que propone Tibio, una obra que se mete con una profunda herida argentina.

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