«Matate amor» y una (otra) subjetividad femenina

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Un bosque despojado, un libro, un cuchillo, una silla. En el medio, una mujer. Su vestido dorado y su cabello batido le dan un aire salvaje. Es una y es todas. Con esa puesta sencilla pero contundente, “Matate, amor”, la adaptación teatral de la novela de la escritora argentina Ariana Harwicz, nos inserta en un universo tan interesante como provocador.

A simple vista es la postal de la felicidad: familia, hijo recién nacido, perro y casa con vista al bosque. Pero, ¿qué sucede por debajo de eso?, ¿qué dolores se despiertan en esa cotidianidad opaca?, ¿cómo es el cruce entre esas identidades de mujer, madre y esposa?, ¿qué le ocurre a una mujer que, de pronto, siente que su vida ya no le pertenece? Aparece entonces una mujer dividida entre los roles convencionales y las expectativas sociales que pesan sobre ella, que no puede conectarse con eso tan maravilloso que le dijeron es la maternidad y que se siente sola al lado de un hombre que no la ve.

El texto de “Matate, amor” cuestiona no sólo los estereotipos que pesan sobre las mujeres sino también los mandatos y convenciones sociales que elevan la maternidad al punto culmine de la felicidad femenina. Deconstruye esas ideas y presenta una mujer real, atravesada por innumerables contradicciones tanto cotidianas como existenciales. Bajada del pedestal, la maternidad se desmitifica y puede llegar a ser todo lo contrario a lo imaginado. El aburrimiento, el tedio, el sopor de la vida familiar, la hipocresía de los vecinos, la imposibilidad del vínculo con un otro que se volvió desconocido, la extrañeza frente a la propia existencia, las pequeñas violencias cotidianas, la indolencia, el hastío y el dolor. Todo esto está presente en el texto y en la historia de esta mujer.

El trabajo de Érica Rivas merece un párrafo aparte. Con una presencia escénica arrolladora, se adueña de ese texto, transita sus vericuetos con los quiebres y matices que cada momento necesita y logra crear climas íntimos con una precisión absoluta. Capa tras capa, construye a esa mujer desenfrenada, apasionada pero también agobiada y dolida. Una mujer que no se resigna a su propio abandono, que intentará seguir descubriéndose y cuyo deseo la impulsará más allá de todo mandato. La precisa dirección de Marilú Marini y la decisión de una puesta centrada en la actriz terminan de brindarle al trabajo actoral tal contundencia que Érica Rivas parece enorme en ese escenario despojado. Además, el diseño de luces junto con las proyecciones que se visualizan detrás del escenario conforman una atmósfera misteriosa y cautivante.

¿Quién es esa mujer? Mujer rota, alterada, extraña de sí misma. Mujer cuyo deseo la arroja y la lleva por caminos más sinuosos. Una (otra) subjetividad femenina puesta en escena que nos habla, al mismo tiempo, de los cambios de época.

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